El valor de la vida
El incendio de hace unas semanas en la galería Nicolini de Las Malvinas, en Lima, con la trágica muerte de los jóvenes Jorge Luis Huamán y Jovi Herrera, nos llama a preguntarnos qué está pasando en nuestro país, qué valor damos a las personas, especialmente a los más pobres y vulnerables. Como sabemos, Jorge Luis y Jovi no pudieron salvarse del incendio porque la persona para la que trabajaban los había encerrado con varios candados en un contenedor de metal. Así pasaban ellos los días y los seguirían pasando si no hubiera habido el incendio: largas jornadas encerrados en condiciones infrahumanas, trabajando por un salario mucho menor a la remuneración mínima vital. Como esos dos jóvenes, decenas de miles de peruanos, niños, adultos y hasta ancianos, viven sometidos a lo que podemos llamar una nueva especie de esclavitud. No pocos de ellos mueren debido a esos maltratos, mientras las autoridades no hacen nada por impedirlo y la sociedad parece como que lo considera normal. ¿A cuántos peruanos se les habrá estremecido el corazón a ver a Jorge Luis y Jovi pidiendo auxilio, agitando desesperados los brazos por esa pequeña abertura del contenedor? ¿A cuántos, en cambio, les habrá parecido una noticia más, entre las tantas noticias horribles que estamos acostumbrados a ver cada día en los noticieros? Sería bueno que cada uno de nosotros se pregunte cómo y cuánto le han impactado esas imágenes y el tomar conocimiento del modo como se explota a las personas en nuestro país.
El trabajo digno es un derecho humano fundamental. Como escribió hace un tiempo san Juan Pablo II, una sociedad en la que sus miembros no puedan alcanzar niveles satisfactorios de ocupación “no puede conseguir su legitimación ética ni la justa paz social (CA, 43). El desempleo y el subempleo, así como la falta de acceso a la debida instrucción y las escasas oportunidades de incorporarse al trabajo legal, constituyen otras tantas fuentes de exclusión social y pobreza extrema que atentan contra la dignidad de las personas. Lamentablemente, como recientemente ha declarado el Papa Francisco, hoy en día “mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera” (Mensaje para la I Jornada Mundial de los Pobres, 3). Esa pobreza no se da en abstracto sino que, como también nos dice el Papa en el mismo Mensaje, “tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y del dinero”.
Poner al dinero por encima de las personas es uno de los pecados más graves que existe, es decir de los que más daño hacen tanto al que lo comete como a aquel contra quien se comete. Explotar a un ser humano no sólo destruye al explotado sino también al explotador, porque denigra su dignidad de personas, los deshumaniza a ambos. Por eso, no podemos dejarnos llevar por esa cultura del descarte que, así como en el aborto, se manifiesta también en la anulación de la vida de los más pobres y vulnerables. Urge una nueva visión de la vida y de la sociedad, que tenga como centro a la persona en su inviolable dignidad y como ley suprema el amor a Dios y al prójimo.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa