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UN NUEVO COMIENZO

En el evangelio de este domingo, san Juan nos relata que un día que Jesús estaba enseñando en el templo de Jerusalén, los escribas y los fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio y, recordándole que según le ley de Moisés debía morir apedreada, le preguntaron: «¿tú, que dices?». La situación no era fácil ya que Jesús era judío y, como tal, debía regirse por esa ley. Si no lo hacía, lo acusarían de transgresor y tendrían una excusa para condenarlo. Ante el silencio inicial de Jesús, ellos le insistieron, a lo cual Él les respondió: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». Oído lo cual se fueron retirando todos, hasta que quedaron solos Jesús y la adúltera. Entonces, Él le dijo: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Dicho lo cual, Jesús replicó: «Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más» (Jn 8,1-11). Con estas palabras, Jesús respondió la pregunta que inicialmente le habían hecho los mencionados escribas y fariseos. Ellos ya se habían marchado, pero nosotros estamos acá, escuchando esas palabras que hoy vienen dirigidas a nosotros: perdonando nuestros pecados, el Señor nos capacita para que no pequemos más.

El encuentro entre Jesús, la adúltera y sus acusadores pone de manifiesto una vez más el amor misericordioso de Dios. Jesús no condena a la adúltera, pero tampoco a sus acusadores. No es que acepte el pecado de ella ni el de ellos, porque sabe que el pecado nos destruye, pero tampoco rechaza a los pecadores. Ante la actitud de los escribas y fariseos, Jesús, sin acusarlos, los ayuda a darse cuenta de que no son mejor que esa pobre mujer, que también ellos tienen pecados y, por tanto, no tienen autoridad alguna para condenarla. Condenarla a ella implicaría condenarse a sí mismos. Y, como Él mismo lo dijo en otra ocasión: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él». (Jn 3,17). Es lo que Jesús quiso hacer con los acusadores y quiere hacer después con la acusada. Al marcharse todos, quedan solos Jesús y la mujer adúltera o, como diría algunos siglos después san Agustín, «la miserable y la misercordia». Ella no se marchó al verse librada de ser apedreada. Humillada, se quedó ahí, ante Jesús, probablemente esperando al menos una llamada de atención. En su lugar, experimenta el perdón y, con él, la posibilidad de una vida nueva.

La Pascua, ya cercana, es la realización definitiva de la salvación que Jesús ha venido a traer al mundo. Un mundo lleno de pecadores y acusadores que no son menos pecadores que aquellos a los que acusan. En la Pascua, Jesús viene a dar la vida por unos y otros, para de esa manera, cargando con los pecados del mundo, liberarlo de la esclavitud del pecado, de las mutuas acusaciones y, a través de su perdón, devolverle la dignidad perdida, hacer posible el perdón mutuo y cambiar el paradigma de la justicia humana, que no puede más que condenar, por el de la justicia divina que no se cansa de perdonar. La Iglesia, compuesta de fariseos y pecadores perdonados, es testigo de que en esta Pascua todos tenemos la posibilidad de un nuevo comienzo.

+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
6.IV.2025