Transfigurados
Cada 6 de agosto, la Iglesia celebra la fiesta de la Transfiguración del Señor, que nos hace presente la vez que Jesús llevó a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan al monte Tabor, se transfiguró delante de ellos y aparecieron Moisés y Elías, a quienes los mismos apóstoles vieron conversando con Jesús sobre su próxima partida, es decir, su pasión, muerte y resurrección. El rostro de Jesús “se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” relata el evangelista Mateo (Mt 17,2); y san Lucas, otro de los evangelistas, dice que los tres apóstoles que estaban con Jesús “vieron su gloria” (Lc 9,32). De esta manera, Jesús les revela, y a través de ellos nos revela a nosotros, la gloria de su divinidad; pero nos revela también que para entrar en ella es preciso pasar por la Cruz. Así confirma lo que habían anunciado la Ley, representada por Moisés, y los profetas, representados en el Tabor por Elías: los sufrimientos del Mesías, respecto a los cuales el mismo Jesús había dicho que el Hijo del hombre, es decir Él mismo, debía sufrir mucho, ser rechazado, matado y resucitar al tercer día (Mt 16,21).
Jesús es un profeta, pero es más que un profeta. Es más también que el mismo Moisés, porque Moisés sacó a Israel de la esclavitud de Egipto y lo condujo a la libertad de la Tierra Prometida, pero Jesús, el Hijo de Dios vivo, ha venido al mundo para rescatar al hombre de la esclavitud del pecado, que es más terrible que ser esclavos de un faraón, llevarnos al Reino de los Cielos e introducirnos en su gloria. Jesús, verdadero Dios, se ha hecho verdadero hombre, semejante en todo a nosotros menos en el pecado. Se ha hecho también siervo y ha cumplido la voluntad de Dios Padre, cargando con nuestros pecados y pagando por ellos en la Cruz, para que, acogiéndonos a su amor y su perdón, nosotros podamos participar de su resurrección y su vida divina. La transfiguración de Jesús en el Tabor es, dice santo Tomás de Aquino, como un sacramento de nuestra propia resurrección, que se dará cuando Jesús venga en su gloria y “transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3,21). La fiesta de la Transfiguración del Señor, entonces, no sólo nos recuerda que Jesús es Dios y ha resucitado de entre los muertos, sino que nos recuerda también el deseo que Dios tiene de transfigurarnos y hacernos partícipes de su propia gloria por toda la eternidad.
Pero la transfiguración de Jesús no sólo nos revela que Él es Dios y que quiere divinizarnos, sino que además nos revela cuál es el medio que el Padre ha dispuesto para que esto se pueda realizar en nosotros. En efecto, los evangelios coinciden en relatarnos que el episodio de la transfiguración en el Tabor termina cuando los tres apóstoles que estaban con Jesús son como envueltos por una nube, signo del Espíritu Santo, y escuchan la voz de Dios Padre que dice: “este es mi hijo amado, escúchenle”. Con estas palabras, el mismo Dios nos indica el camino para ser glorificados con Cristo, que es el camino de la escucha, del saber escuchar la Palabra de Dios que nos es transmitida por la Iglesia, pero saber también escuchar a Dios que nos habla al corazón y nos guía a través de los acontecimientos de la historia.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa