¡PERDONADOS!
En el Evangelio de este domingo, san Marcos nos relata el primer anuncio que Jesús hace de su misterio pascual: «Y comenzó a enseñarles que debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31). Es Jesús, que comienza a revelar a su Iglesia, por entonces naciente, la misión para la que Dios Padre lo envió a este mundo: dar su vida por nosotros. «Nadie me la quita –dice Él mismo– yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). Es la gran obra que Dios ha hecho por la humanidad de todos los tiempos, como afirma el evangelista san Juan: «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna; porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3,16-17). Lo afirma también Jesús: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13); lo explica san Juan: «En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» (1Jn 4,10) y san Pablo lo dice de sí mismo: «vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,20).
Jesús, el Hijo de Dios, ha venido a este mundo libremente y ha asumido nuestra naturaleza humana para poder morir en la Cruz para el perdón de nuestros pecados. La muerte de Jesús es la prueba incontestable y definitiva del amor infinito e incondicional que Dios nos tiene. Su resurrección es la prueba, también incontestable y definitiva, de que Dios Padre ha aceptado su sacrificio redentor y, en Cristo, nuestros pecados han quedado perdonados. Ante esa realidad, permítanme invitarlos a levantar nuestros ojos a Jesús crucificado, creer en el amor de Dios y acogernos a Él. No tengamos miedo de acudir a Dios, incluso con nuestras infidelidades y pecados, con nuestras deficiencias e incoherencias, porque Él está siempre dispuesto a perdonarnos (cfr. Sal 65,4; Ef 2,4). Como ha dicho varias veces el Papa Francisco: «Dios jamás se cansa de perdonar, somos nosotros los que a veces nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca. Él es el Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso para con todos nosotros» (Angelus, 17.III.2013).
Jesús nos espera en el sacramento de la Confesión, en el que no sólo perdona nuestros pecados y nos restablece en la comunión con Dios, sino que, poco a poco, nos hace partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte, partícipes de su propia vida divina. Dejémonos amar y perdonar por Jesús. No tengamos miedo de recurrir al sacramento de la Confesión, tantas veces cuantas sean necesarias; no tengamos miedo de reconocer nuestros pecados y decirle “Señor, ayúdame, yo quiero ser feliz, el pecado no me satisface, Tú puedes hacer de mí un hombre nuevo, una mujer nueva, dame tu Espíritu Santo”. Como dice Jesús en el Evangelio: «Si ustedes, siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a quienes se lo pidan!» (Mt 7,11). Pidámoselo, pues, con confianza al Señor.
+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa