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El mandamiento nuevo

«Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo los he amado, ámense también unos a otros. En esto conocerán todos que son mis discípulos: si se aman unos a otros» (Jn 13,34-35). Con estas palabras del Evangelio de este domingo, Jesús nos remite a la esencia del cristianismo y de la misión de la Iglesia en este mundo. «Les doy un mandamiento nuevo», dice el Señor, pero el mandamiento del amor al prójimo estaba ya dado en el Antiguo Testamento. ¿Cuál es, entonces, la novedad del mandamiento de Jesús? La novedad radica en que, mientras en el Antiguo Testamento leemos «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18), lo que Jesús nos manda es amar al prójimo como Él nos ha amado. ¿Y cómo nos ha amado Jesús? Nos ha amado más que a sí mismo, hasta el extremo de dar la vida por nosotros (Jn 13,1). Este es el amor que distingue a los cristianos: amar donando la propia vida por los otros, quienquiera que el otro sea.

¿Es posible amar de esta manera? ¿Cómo puede Dios mandarnos eso? Una cosa es cierta: de la sola naturaleza humana no brota amar así; por lo tanto, no podemos interpretar las palabras de Jesús como si se tratasen de un mandamiento que se nos impone desde fuera para que nosotros lo cumplamos con nuestras solas fuerzas, por más encomiable que sea nuestra buena voluntad. Pero tampoco sería válido interpretar esas palabras como si fueran un mero ideal imposible de cumplir. La bimilenaria historia de la Iglesia, desde sus orígenes hasta nuestros días, está acompañada de innumerables testimonios de cristianos que han amado y aman de esa manera. No sólo los santos famosos, cuyas imágenes encontramos en los altares de los templos, sino también los santos «de la puerta de al lado» como al Papa Francisco le gusta llamarlos (Gaudete et exsultate, 7).

El amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos son fluctuantes. El amor es mucho más y abarca a la persona en su integridad. Lo dice muy bien el apóstol san Juan: «Dios es amor» y «en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1Jn 4,10). En estas palabras está como condensada la respuesta a la gran interrogante sobre el amor cristiano. Como explicó el Papa Benedicto XVI, el amor cristiano sólo puede darse «a partir del encuentro íntimo con Dios…Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo…Así, pues, no se trata ya de un mandamiento externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro» (Deus Caritas est, 18). En síntesis, el amor cristiano es amor divino. Es el mismo amor de Dios que se dona gratuitamente a nosotros y hace que de nosotros brote, también gratuitamente, el amor al prójimo. Amar como Dios nos ama es la mayor realización a la que puede aspirar el ser humano y el mayor bien que se puede hacer en este mundo. Es la esencia de la misión de la Iglesia. Si alguno está falto de este amor, lo puede pedir al Señor, ya que Él mismo lo dijo: «pidan y se les dará» (Mt 7,7).

+ Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa